La Eucaristía: Cristo presente
« Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo » (Mt 28,29).
Nosotros sabemos y creemos que Jesucristo está presente en su Iglesia de muchas maneras. El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Liturgia Sacrosanctum Concilium, ha afirmado: « Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas » (n. 7).
Con estas palabras la Iglesia reafirma una verdad indiscutible: Cristo está presente « sobre todo bajo las especies Eucarísticas » (SC, 7). Jesucristo mismo nos lo enseñó cuando dijo: « ... éste es mi cuerpo … esta es mi sangre » (Mc 14,22-24).
No debemos jamás olvidar que la Eucaristía es la riqueza más grande que la Iglesia posee. La Iglesia nada más grande tiene para ofrecer que la Palabra y la Eucaristía, el Verbo hecho carne, Jesucristo. Solamente con la luz de la Palabra (Sal 118) y con la fuerza de la Eucaristía –panis angelorum factus cibus viatorum (secuencia de la solemnidad del Corpus Domini) –la humanidad puede ser sanada y retomar su camino como el paralítico de la puerta « Bella » milagrosamente curado por San Pedro (cfr. Act 3,6).
Juan Pablo II, enseñó en la encíclica Ecclesia de Eucharistia: « La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia » (n. 9). Y Benedicto XVI reafirmó apenas elegido: « La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre »[6]. Por ser presencia real de Cristo, la Eucaristía debe ser adorada. La adoración Eucarística desde siempre recomendada a todos los fieles, clérigos y laicos, como máxima expresión de contemplación y de amor al Señor, es el máximo tributo que se puede rendir al Santísimo Sacramento del altar.
En el Catecismo de la Iglesia Católica, a tal propósito está escrito: « Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas » (n. 1379). Como lógica consecuencia de esa realidad de doctrina y de vida católica, el Legislador eclesiástico ha establecido también en aplicación del Concilio Vaticano II, que todas las Iglesias en las que está reservada la Eucaristía deben quedar abiertas ser a los fieles, por lo menos algunas horas al día, « para que puedan hacer oración ante el santísimo Sacramento » (can. 937).
Lamentablemente, y con razón, muchos fieles se quejan de que en algunas diócesis o ciudades los templos están casi siempre cerrados o, quizás en obsequio a extravagancias arquitectónicas, los sagrarios se localizan difícilmente en las iglesias, porque están confinados en rincones laterales o remotos, o en capillas separadas del templo y, quizás, sin tampoco la necesaria lámpara (can. 940; « perenniter luceat lampas »), que está prevista para indicar la augusta presencia del Señor en aquel lugar.
El Papa Juan Pablo II, en la citada encíclica Ecclesia de Eucharistia ha resaltado que: « hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística », y añadió: « La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones » (n. 10); « el culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia » (n. 25). Y en la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, exhortaba con vehemencia: « La presencia de Jesús en el sagrario ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. "¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡” (Sal 33 [34],9) » (n. 18).
Permitidme añadir –y me dirijo a nosotros, los sacerdotes– que no siempre es suficiente establecer tiempos de adoración eucarística; es necesario que los fieles sean ayudados a rezar y a permanecer en adoración ante el Señor también por el ejemplo de sus pastores, maestros de oración y guías de la comunidad. Juan Pablo II escribía a este propósito: « corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas »[7]. Y el Código de Derecho Canónico establece: « esfuércese el párroco para que la santísima Eucaristía sea el centro de la comunidad parroquial de fieles; trabaje para que los fieles se alimenten con la celebración piadosa de los Sacramentos, de modo peculiar con la recepción frecuente de la santísima Eucaristía y de la penitencia … » (can. 528).
La Eucaristía: Cristo ofrecido
Y es este el segundo punto que deseo considerar junto con vosotros– no es solamente presencia real de Cristo, es también oferta de Cristo al Padre para la salvación del mondo.
Siempre en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, se lee que la celebración de la Eucaristía « No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos » (n. 11). En el Catecismo de la Iglesia Católica se dice icasticamente: « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio » (n. 1367). Por eso Benedicto XVI quiso recordar en la Capilla Sixtina en su primer Mensaje: « El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, "forma eucarística"", escribió en su última Carta con ocasión del Jueves santo (n. 1). A este objetivo contribuye mucho, ante todo, la devota celebración diaria del sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo sacerdote »[8].
Es verdaderamente necesario especialmente para los sacerdotes redescubrir cada día el valor y el significado de la celebración Eucarística, evitando que se reduzca a un frío y mecánico hábito o, –Dios no lo permita para ningún sacerdote– a una mera fuente económica, por las limosnas recibidas en razón de las intenciones aplicadas. El Legislador eclesiástico, precisamente para tutelar el significado y la disciplina de las limosnas para la celebración de la Santa Misa y prevenir eventuales abusos, emanó normas bien precisas en los cánones 945-958.
Pero sobre todo han sido establecidas en el Código de Derecho Canónico normas precisas y claras para asegurar una digna, lícita y fructuosa celebración y participación en la Eucaristía: la debida preparación personal a la celebración eucarística y el congruo tiempo de acción de gracias (can. 909); la celebración diaria de la Santa Misa ordinariamente de una sola (cann. 904 e 905); el ayuno Eucarístico (can. 919); el respeto de las normas que regulan los ritos, las ceremonias, los tiempos y los espacios sagrados, y la digna conservación y veneración de la Santísima Eucaristía (cann. 924-944).
A propósito de la observancia de estas normas canónicas y litúrgicas, Juan Pablo II ha escrito: « Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía... La obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal.... A nadie –prosigue el Papa –le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal »[9]. Por estas razones el Papa solicitó a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, de acuerdo con la Congregación para la Doctrina de la Fe, preparar una Instrucción que –oído también el parecer del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos– fue publicada el 23 de abril de 2004 con el título: « Redemptionis Sacramentum sobre algunas cosas que se deben observar y evitar respecto la Santísima Eucaristía ». A tal propósito, es hermoso reflexionar sobre lo que escribía un grande Santo enamorado particularmente de la Eucaristía, San Alfonso Maria de’ Liguori: « antes de celebrar el sacerdote piense que va a llamar del cielo a la tierra al Verbo encarnado, para tenerlo entre sus manos, para sacrificarlo de nuevo al Padre eterno y para nutrirse de sus carnes divinas … Al ver el modo y el descuido con el que celebran la Misa muchos sacerdotes, habría verdaderamente que llorar. … palabras comidas, genuflexiones mal hechas, bendiciones de cruz que no se sabe bien lo que quieran significar; caminan por el altar y se vuelven de modo risible; manejan la hostia y el cáliz como se tuvieran en las manos un pedazo de pan y un vaso de vino ... Consideremos la grande acción que vamos a cumplir, cuando vamos a celebrar la Misa, y el gran tesoro de mérito que adquiriremos celebrándola devotamente »[10].
El Papa Juan Pablo II, casi haciendo eco a estas palabras recordaba al comenzar el Año Eucarístico un deber de siempre: « Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan –y yo mismo lo he recordado recientemente– el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto »[11].
Eucaristía, Cristo recibido
El tercer verbo empleado en el can. 897 es que en la Eucaristía el mismo Cristo nuestro Señor es recibido (contenido, ofrecido y recibido). Ya hemos considerado al principio que todo fiel, si está debidamente preparado (rite dispositus), tiene el derecho –y el deber según lo que dijo Jesús en el discurso sobre el pan de la vida en la sinagoga di Cafarnaún, (Jn 6, 55)– de recibir la Sagrada Eucaristía (cfr. cann. 213; 912), por lo menos una vez al año (can. 920).
Se trata aquí de la expresión mínima de un derecho-deber, que se une al deber de participar cada domingo o fiesta di precepto en la celebración de la Santa Misa y a la recomendación de recibir la Comunión, si el alma está en gracia porque no es consciente de pecado grave. Se trata de un derecho-deber de todos los bautizados que, sin embargo, ha sido, desde el inicio de la Iglesia, regulado por la Autoridad Apostólica. Es bien sabido cuanto escribe San Pablo a la comunidad cristiana de Corinto a propósito de la digna participación en la Eucaristía: « Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que El venga. Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz: pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación » (1Cor 11, 26-29).
Julián Card. Herranz Presidente del Pontificio Consiglio per i Testi Legislativi
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