La verdadera devoción Mariana Fr. Valerio Maccagnan, O.S.M. Partimos de la lectura del n. 67 de la Lumen Gentium -L.G.-: «Recuerden finalmente los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes». El Concilio Vaticano II en el capítulo VIII de la LG subraya las pistas de la verdadera devoción Mariana:
1.- Centrar a María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia; 2.- En el culto litúrgico; 3.- Que tenga siempre una referencia a Cristo: Él está al centro de la Historia de la Salvación; 4.- La reflexión mariana debe fundamentarse en la Sagrada Escritura, los Santos Padres y el Magisterio Eclesial; 5.- Amor filial a la Madre de Cristo e imitar sus virtudes; ejemplaridad. En la Sacrosanctum Concilium, n. 103, se lee: «La Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en Ella la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen, de lo que Ella misma, toda entera, ansía y espera ser.
La LG en el n. 66 pone de relieve las cuatro características del culto Mariano: veneración, amor, invocación e imitación. Son cuatro actitudes del cristiano para que Cristo sea mejor conocido, amado, glorificado y que a la vez sean mejor cumplidos sus Mandamientos. En la imitación del modelo Mariano está comprendida la característica del servicio, en cuanto Ella siempre se considera la humilde Sierva del Señor (Marialis Cultus -MC-, n. 22).
El Magnificat nos ayuda a descubrir la identidad de María
A partir del Concilio de Efeso (a. 431), observa la Lumen Gentium, ha crecido maravillosamente el culto del pueblo de Dios hacia María. La Virgen prevé y anuncia proféticamente su futuro y la alabanza del pueblo. Isabel la había proclamado: «bendita entre las mujeres y feliz por su fe» y María continúa: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones, desde ahora» (Lc 1, 48). El Magnificat, cántico espiritual de María y perla de la liturgia primitiva, es el más antiguo testimonio del culto de la Iglesia hacia la Madre de Dios. María es bienaventurada porque como primera creyente y primera discípula encarna en su vida las bienaventuranzas evangélicas. El Magnificat nos ayuda a descubrir la verdadera identidad de María, la cual nos invita primero a la contemplación, la adoración, la alabanza y después a la acción evangelizadora.
La "Evangelizada” de la Anunciación se convierte en Evangelizadora en la Visitación de la última comunidad hebrea y primera comunidad cristiana (Lc 1, 29-45). Es la primera procesión de Corpus Christi, porque el Verbo ya se había encarnado en su seno. María no sólo anuncia la gozosa noticia de salvación, sino que entrega a Cristo, autor de la gracia, Salvador del mundo. También nosotros, una vez que estamos enriquecidos, invadidos por la primicia del Espíritu podemos lanzarnos a evangelizar, a contagiar a los demás, sobre todo después de haber recibido la Comunión Eucarística, nos convertimos, como María, en arca de la alianza, en relicarios de Dios, para proclamar con Ella las maravillas de Dios por las calles del mundo.
La Virgen María, cerca de Dios, cerca también de nosotros
Para que nuestra devoción no sea desgajada debe ser existencial. Es cierto que María tiene privilegios, pero los tiene a beneficio nuestro: son personales y eclesiales. Ella ocupa en la Iglesia el lugar más alto, pero también el más próximo a nosotros (LG n. 54; MC n. 28); naturalmente después de Cristo. En la Comunión de los Santos, María ocupa un lugar singular, porque Ella es la "Todasanta”, la Inmaculada, la Madre de Dios y Madre Nuestra. Cristo es el "Aguinaldo” del Padre que nos salva, por eso lo amamos y lo adoramos con gratitud. Él ha dado su vida por nosotros y nos ha hecho capaces de participar de la vida Divina. María, como primera creyente conoce esta ley, esta dinámica de la gracia y reconoce la obra salvadora de Dios y le eleva un himno de gratitud. María es un don privilegiado dado a la Iglesia, y Ella como Madre espiritual nos engendra a la vida de la gracia a través de su amor materno, de su servicio, hasta su entrega total al pie de la Cruz, donde fecunda la Iglesia con sus lágrimas. Desde el Calvario, Cristo proclama a María Madre de la Iglesia (cfr. Jn 19, 25-27). No se puede hablar de Iglesia si no está presente María (MC n. 28). La veneración a María es el camino más seguro y abreviado que nos lleva a Cristo. Meditando su vida aprendemos el significado de nuestra misión y nuestro destino. Contemplando a María comprendemos que su vida teologal e interior ha sido marcada también por la oscuridad y que la disponibilidad no es sólo para la alegría mesiánica, sino que también para el abandono, el dolor, la cruz, hasta perder su propia vida y encontrarla nueva en otra dimensión. Orar a María, pero también orar como María. «Que el alma de María esté en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en Dios» (San Ambrosio, MC n. 21).
Ella ora junto a nosotros como lo hizo en Pentecostés (Hech 1, 14). Una veneración desde lejos sería inútil, si nuestra postura hacia la Virgen no fuera animada también por la imitación inmediata en el seguimiento de Cristo. Ella sobresale como la primera y la más perfecta discípula de Cristo, lo cual tiene valor universal y permanente. Mujer Nueva y perfecta cristiana resume en sí el modelo de vida evangélica para los creyentes de todos los tiempos (MC nn. 35, 36).
Los "sí” de los Obedientes
Destaca en María su radical disponibilidad a Dios y a su plan de salvación. El «sí» de María se entrelaza con el «sí» de Jesús que al iniciar su vida pública dice: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr 10, 7). La Virgen nos invita a hacer esta experiencia en una aventura humano-divina, que tiene siempre algo de maravilloso. «Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35). Con la imitación de esta actitud Mariana, también nosotros podemos "generar” espiritualmente a Jesús en el corazón de los hombres. No hay alternativa entre Cristo y María, ente María y la Iglesia; si se separan, nuestra devoción sería abstracta. «Ella es punto clave de enlace del Cielo con la Tierra» (Documento de Puebla n. 301). Sería como un don que cae del Cielo y vuelve a subir al Cielo sin fecundar la Tierra, sin encarnarse en nuestros corazones. La misión de la Virgen es la de reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito. En el tejido cotidiano de nuestra existencia experimentamos la presencia de las manos delicadas y amorosas de Nuestra Madre Celestial, que van bordando en cada uno el rostro de Cristo. La santidad de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtudes sólidas y evangélicas ante la comunidad eclesial. De estas virtudes de la Madre se adornan los hijos. La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para los fieles en ocasión de crecimiento en la gracia divina, la amistad con Dios: finalidad última de toda acción pastoral (cfr. MC n. 57
Fuente: Semanario. Arquidiócesis de Guadalajara. México