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Reconocer a Cristo

A veces envidiamos la suerte de los contemporáneos de Jesús. Creemos que, si hubiéramos tenido el privilegio de vivir en tiempos de Cristo, lo habríamos reconocido y, por consiguiente, habríamos cambiado realmente nuestra vida. Sin embargo, probablemente no nos habríamos dado cuenta de que Él estaba presente, y aunque Él nos lo hubiera dicho, no lo habríamos creído.

Pensemos, p.ej., en los posaderos de Belén. Si hubiesen sabido que Dios estaba allí, le habrían abierto la puerta, lo habrían acogido, porque eran personas religiosas, como nosotros. Pero creyeron que se trataba de refugiados de quién sabe dónde, un par de desconocidos. Y no los quisieron recibir. ¿Nosotros los hubiéramos recibido? ¿Cómo creer que Dios podría presentársenos de esa manera?

Probablemente ni siquiera sus milagros nos habrían convencido. Porque creyeron en sus milagros sólo aquellos que creían ya en él. Y sobre todo, somos tan ligeros y olvidadizos que ni siquiera un milagro habría producido en nosotros una impresión duradera. Sería posible, por eso, que Jesús estuviera largos años a nuestro lado y que no lo conociéramos.

¿Bajo qué condiciones nosotros habríamos reconocido a Cristo? En el fondo, comprendemos y apreciamos en los demás sobre todo lo que deseamos y anhelamos nosotros mismos. Sólo encontramos aquello que buscamos, y sólo a los que llaman a la puerta se les ha prometido abrirla. Es nuestra propia condenación, si no tenemos vida interior, ni apetito religioso, es porque no somos sensibles más que a las apariencias exteriores.

Solamente los que tenían un granito de fe viva, de vida espiritual se fijaban en Jesús; se sentían atraídos por Él, sin poder decir muchas veces el por qué. Sentían que al acercarse a Él se despertaban las más profundas y las más vivas regiones de su ser. Y no querían ya preguntarle quién era, porque estaban seguros de que era el Señor. ¿Quién otro hubiera podido llegar hasta lo más íntimo de sus almas?

Los que lo reconocieron al Señor, en aquel tiempo, son los mismos que también hoy en día hubieran reconocido a Cristo.

Porque hoy Cristo sigue estando presente entre nosotros. No nos ha dejado huérfanos: “Yo estoy con vosotros todos días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

La verdad de la Encarnación consiste en que Dios se solidariza con los hombres. Lo que se hace a los hombres, se hace a Dios: estamos tan cerca de Él, como estamos cerca de nuestros hermanos.

Aparentemente, Él se parece a todo el mundo: un pobre se parece a todo el mundo; un sacerdote se parece a todo el mundo; un santo nos parece igual que todo el mundo; una hostia es, en apariencia, un poco de pan.

 Pero bajo todas esas apariencias Cristo mismo vive, obra y nos habla a nosotros. Nos parece que a nuestro alrededor no hay más que hombres, llenos de defectos y faltas. Y en verdad es Dios mismo que está en medio de nosotros, aunque no lo reconozcamos.

¿Qué mujer cree que va a encontrar a Dios en su marido? No es posible; lo conoce demasiado bien, sabe lo que vale y lo que no vale. Y sin embargo conocemos todos la palabra de San Pablo: “Esposas, respetad a vuestros maridos, como si se tratase del Señor” (Ef 5, 22).

¿Y qué marido reconoce a Dios en su esposa? “Maridos, amad a vuestra mujer como Cristo ama a su Iglesia” (Ef 5, 25).

Así Dios vive en cada ser humano, esperando que lo descubramos para empezar a creer en Él y en su presencia. Y permanentemente Cristo sale a nuestro encuentro, en cada hermano.

No aguardemos, por eso, hasta el último día para saber que es Cristo mismo quien tiene hambre en el hermano, que tiene sed, que está solo o enfermo, que tiene necesidad de nosotros. ¡Qué nuestra fe se anticipe a aquel terrible juicio final, en el que todos nos daremos cuenta de que Dios era Hombre y habitaba precisamente a nuestro lado!

 

Que esta nueva experiencia en Cristo te permita fortalecer  tu parte Espiritual y Mística  para  testificar y proclamar ante el mundo  la Misericordia y  el  Amor   de Dios.

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