“Pero si tú tu corazón arreglas y tiendes tus palmas hacia él, si alejas la iniquidad que hay en tu mano y no dejas que more en tus tiendas la injusticia, entonces alzarás tu frente limpia, te sentirás firme y sin temor”. (Job 11 13,15)
Entregar el corazón implica que estás dándole a Dios la parte más importante de tu vida. Significa que estás cediendo tus derechos voluntariamente porque deseas que él tome el control total de tu vida. Es dejar que él te guíe y te dirija aunque muchas veces no logres entender hacia qué dirección él te va conduciendo.
Es permitir que predomine el amor aún cuando muchas veces tu carne quiere la venganza. Es renunciar al yo, para ser de Dios y poder entregarse en alma, cuerpo y corazón a los demás. Es reconocer que el único que puede pelear tu batalla o interceder por tu causa es Jesucristo. Y tener la confianza y certeza de que sus caminos siempre son perfectos y justos.
Cuando entregas tu corazón la plenitud de Dios te alcanza de tal manera que él comienza a operar cambios en tu vida y a modificar actitudes y conductas equivocadas. Su Espíritu te aparta del pecado, eso a su vez provoca que puedas llevar tu cabeza en alto y mantenerte firme ante las turbulencias, y libre de temor porque tienes la conciencia tranquila.
Dios se hace tan real en tu vida que olvidas tus pesares y comienzas a contar tus bendiciones y a ver cómo las experiencias negativas que atravesaste te enseñaron y fortalecieron. Tu vida entonces resplandecerá como el sol en el día y como las estrellas en medio de la noche. Aún pasando por el valle de la sombra y de la muerte, no temerás mal alguno porque sabes que Jesús está contigo.
Esa seguridad a su vez provoca estabilidad, confianza, un lazo tan fuerte que duermes tranquilo porque te sabes protegido. Los demás notaran que hay diferente en ti y querrán acercarse para que les muestres cuál es el secreto. Y tu muy contento(a) podrás decir:
“Es que un día le entregue mi corazón a Cristo y eso hizo la diferencia”.
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